Ella tenía una asignatura pendiente: Cincuenta años, porteña, no había aprendido a bailar el tango.
Alguna vez, en uno de sus viajes, le preguntaron, cómo siendo de Buenos Aires no sabía bailarlo. Y sintió mucha verguenza.
Fue por el mes de Julio que comenzó a picarle el bichito de la curiosidad de aprender lo que tanto le fascinaba y que le parecía muy difícil. Una nochecita se encontró en el Gran Café con el periodista; ese, el que se las sabía todas y que le batió la justa, el mejor lugar, la mejor profesora.
Hacia allí fue, trotando por las vereditas del sur, esa noche oscura y fría. Abrió la puerta despacito, era un lugar extraño, feo y sucio, pero había mucha gente, muchos extranjeros, tal vez alemanes. Un intérprete traducía las indicaciones que le daban los asistentes y estos repetían y repetían los pasos al compás de la música. La clase ya estaba comenzada, había llegado tarde. Buscó otro lugar que le gustara más para poder hacer su experiencia.
Al dia siguiente se encaminó a la Vieja Confitería, era la hora de la siesta, al ascender las escaleras subía un penetrante olor a café con leche mezclado con olor a gatos. ¿A dónde iba? ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué descubriría? Sus ojos se mostraron asombrados al encontrarse con un gran salón con columnas de mármol, boisere de caoba, grandes espejos y mesitas cubiertas con manteles rojos, y parejas en la pista bailando, otras sentadas en las mesas, y la música, la arrebatadora música.
Allí dió sus primeros pasos, con temor, con verguenza, le resultaba endemoniadamente difícil, hacia años que no bailaba, que no gustaba del encuentro de sus músculos con el ritmo de la música, de esa música que se le metió por los oídos, le invadía el pecho y le bajaba por las piernas hasta llegar hasta sus pies calzados con fina y suave gamuza negra. Su cabeza estallaba, los suspiros y el aliento retenido y entrecortado resaltaban el compás del tango que definitivamente se instaló en su vida.
Muy grande fue su entusiasmo al poder comprobar al cabo de muchos meses que ya podía deslizarse sobre las lustrosas baldosas o el parquet reluciente. Al irse metiendo en el corazón de la danza sus deseos de mejorar aumentaron y conoció así a las personas que mejor le enseñaron. Fue descubriendo poco a poco los secretos, códigos, signos y rituales de la milonga. Simples pero misteriosos, en esos encuentros de hombres y mujeres abrazados.
Y allí estaban ellos, los flacos porteños, casi todos más de cuarenta, respetuosos y amables, a veces engreídos sabiéndose buenos bailarines, otros falsamente modestos. Con guiños o señas varios las invitaban a bailar. El día que un milonguero la sacó a bailar fue su triunfo, ya tenía la patente puesta, aunque sea de tanguera.
Milongueras eran las de antes, las que no habían ido a la academia, las envidiaban y admiraban porque nunca dejaban de bailar en una pista, eran las más solicitadas. Ella, con humildad, explicaba que era nuevita, que recién empezaba, que le dieran tiempo.
Hizo nuevas amistades, mujeres y hombres solos que estaban ansiosos por saber bailar cada día mejor. Todos recorrían la ciudad en busca de distintos lugares donde practicar. La pasaban bien, se volvían a sentir jóvenes, admiradas, y todo gracias al tango. Era como recuperar algo que se creía perdido, algo misterioso y pasional se había instalado en sus corazones.
Liliana Abayieva
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